A. La legitimidad de las confesiones

La Biblia dice que la Iglesia es ‘columna y baluarte de la verdad’ (1 Ti. 3:15). El término stulos (columna) se refiere a una columna que sostiene un edificio; y hedraioma (baluarte) se refiere a la base o fundamento de una estructura. La ‘verdad’ a que se refiere el texto es la revelación que Dios hizo a los hombres, esto es, esa revelación especial que comenzó en el Edén y que concluyó con el establecimiento del Nuevo Pacto, esa revelación que tiene como su centro focal ‘el misterio de la piedad’, el Evangelio de Jesucristo (1 Ti. 3:16).
Al llamar a la Iglesia ‘columna y baluarte de la verdad’, la Biblia nos enseña que la revelación que Dios ha dado para la salvación de los hombres ha sido confiada a la Iglesia, esto es, a una institución que fue designada y planeada por Dios para conservar pura la verdad, para defenderla contra el error y contra los ataques de sus enemigos, y encomendarla, sin diluir ni adulterar, a las generaciones futuras. La Iglesia fue creada como una sociedad humana ordenada por Dios para el sostenimiento y la promoción de la verdad revelada en el mundo. Esto, desde luego, hace que la Iglesia sea indispensable, tan indispensable como la columna o fundamento de una casa.
En el desempeño de su deber (tanto hacia los que están dentro de la Iglesia como hacia los que están fuera) como ‘columna y baluarte de la verdad’, entre otras cosas, la Iglesia ha publicado confesiones de fe, una actividad que históricamente ha considerado como un medio legítimo para el cumplimiento de su deber. Pero siempre que la Iglesia ha publicado tales normas confesionales, se han levantado voces que han cuestionado la legitimidad de haberlo hecho. Se han suscitado dos objeciones básicas.
1. Algunos arguyen contra la legitimidad de las confesiones sobre la premisa de que las confesiones de fe minan la sola autoridad de la Biblia en asuntos de fe y práctica.
Se oye con frecuencia el clamor: ‘Ningún credo sino la Biblia.’ En algunos casos, esta afirmación es digna de respeto, pues algunos parecen estar genuinamente motivados por el reconocimiento de que la Biblia ocupa un lugar singular en la regulación de la fe y vida de la Iglesia. Sin embargo, es ingenuo creer que la Iglesia cumple plenamente su deber como columna y baluarte de la verdad proclamando que cree en la Biblia. La mayoría de los herejes están dispuestos a decir lo mismo. Un escritor proclama: ‘Para alcanzar la verdad, debemos desechar los prejuicios religiosos… Debemos dejar que Dios hable por sí mismo… Apelamos a la Biblia para la verdad.’ El problema de esta declaración, por supuesto, es que está tomada de Sea Dios veraz, publicado por los Testigos de Jehová.2
En el mismo sentido, consideremos las observaciones de Samuel Miller sobre el Concilio de Nicea: ‘Cuando el Concilio comenzó a examinar el tema [de la idea de Arrio sobre la divinidad de Cristo], resultó extremadamente difícil obtener de Arrio una explicación satisfactoria de sus ideas. No sólo estaba tan dispuesto como el teólogo más ortodoxo allí presente a profesar que creía en la Biblia, sino que se declaraba dispuesto a adoptar, como suyo, todo el lenguaje de las Escrituras, en detalle, concerniente a la persona y el carácter del bendito Redentor. Pero cuando los miembros del Concilio quisieron averiguar en qué sentido entendía ese lenguaje, evidenció una disposición a evadir y equivocar y, de hecho, durante bastante tiempo, dificultó los intentos de los más ingeniosos de los ortodoxos por especificar sus errores y sacarlos a la luz. Declaró que estaba completamente dispuesto a emplear el lenguaje popular en el tema de controversia; y quiso que se creyera que difería muy poco de la generalidad de la Iglesia. Por consiguiente, los ortodoxos examinaron los distintos títulos de Cristo que expresan claramente la divinidad, tales como “Dios” -”el verdadero Dios”, la “imagen misma de Dios”, etc.- cada uno de los cuales Arrio y sus seguidores suscribieron de buena gana: reclamando el derecho, sin embargo, de poner su propia construcción sobre los títulos bíblicos en cuestión. Tras emplear mucho tiempo e ingeniosidad en vano, procurando sacar a rastras a este habilidoso ladrón de sus escondrijos, y para obtener de él una explicación de sus ideas, el Concilio se dio cuenta de que sería imposible cumplir su objetivo tanto en cuanto le permitieran atrincherarse tras una mera profesión general de fe en la Biblia. Hicieron, pues, lo que el sentido común, al igual que la Palabra de Dios, había enseñado a hacer a la Iglesia en todos los tiempos anteriores, y lo único que puede capacitarla para detectar al habilidoso defensor del error. Expresaron, en su propio lenguaje, lo que suponían ser la doctrina de la Escritura concerniente a la divinidad del Salvador; en otras palabras, redactaron una Confesión de Fe sobre este tema, que invitaron a Arrio y a sus discípulos a suscribir. Los herejes rehusaron hacerlo: y se les hizo reconocer prácticamente que no entendían las Escrituras como el resto del Concilio las entendía y, desde luego, que la acusación contra ellos era correcta.’3
Una confesión de nuestra lealtad a la Biblia no es suficiente. Las negaciones más radicales de la verdad bíblica coexisten frecuentemente con un profesado reconocimiento de la autoridad y el testimonio de la Biblia. Cuando los hombres utilizan las palabras mismas de la Biblia para promover la herejía, cuando la Palabra de verdad es pervertida para servir al error, nada menos que una confesión de fe sirve públicamente para trazar las líneas divisorias entre la verdad y el error.
Si les concediéramos a nuestras confesiones un lugar igual al de la Biblia en autoridad, socavaríamos la sola autoridad de la Biblia como reguladora de la fe y la práctica de la Iglesia. Este, sin embargo, no era el propósito de los que trazaron las normas reformadas. Ellos reconocieron el lugar único de la Biblia, reconocieron ser hombres falibles, y reflejaron estas perspectivas en las confesiones mismas. Nótense las declaraciones de la Confesión Bautista de 1689: ‘La Santa Escritura es la única regla suficiente, segura e infalible de todo conocimiento, fe y obediencia salvadores’ (1:1). ‘Todo el consejo de Dios tocante a todas las cosas necesarias para su propia gloria y para la salvación del hombre, la fe y la vida, está expresamente expuesto o necesariamente contenido en la Santa Escritura; a la cual nada, en ningún momento, ha de añadirse, ni por nueva revelación del Espíritu, ni por las tradiciones de los hombres’ (1:6).
Las grandes confesiones reformadas no pretenden convertir en verdad algo que no fuera verdad anteriormente; ni se proponen obligar a los hombres a que crean algo que no estén ya obligados a creer sobre la base de la autoridad de la Escritura.
Un credo o confesión es simplemente una declaración de fe (credo significa ‘creo’); y como tal no disminuye más la autoridad de la Biblia que decir: ‘Creo en Dios,’ o ‘creo en Cristo,’ o ‘creo la Biblia.’ Los que dicen no confesar otro credo que la Biblia, en realidad tienen un credo, aunque no esté escrito. El profesor Murray argüía: ‘En la aceptación de la Escritura como la Palabra de Dios y la regla de fe y vida, se halla la declaración confesional incipiente y básica… [puesto que excluye] todas las demás normas de fe y conducta. Pero ¿por qué debería restringirse la declaración confesional a la doctrina de la Escritura?’4
Si los adherentes a las doctrinas y prácticas heréticas y sectarias son excluidos de la lista de miembros de una iglesia local, si los oficiales y miembros deben sostener ciertas doctrinas como verdad, entonces ipso facto existe un credo comúnmente reconocido. En todas las iglesias, el credo es tan real como si cada miembro tuviera un ejemplar impreso. Sin embargo, según los principios no confesionales, todos deberían ser recibidos sin discriminación, tanto en cuanto puedan decir: ‘Creo la Biblia.’
La verdad es que los que más vigorosamente se oponen a las confesiones de fe utilizan sus credos no publicados en sus procedimientos eclesiásticos y son exactamente tan ‘confesionales’ como los confesionalistas a quienes arengan. Thomas y Alexander Campbell pensaron poder eliminar los males de lo que ellos denominaban ‘sectarismo’ congregando una comunión cristiana sin un credo humanamente construido, sin ningún vínculo excepto la fe en Jesús como Salvador y una profesada determinación a obedecer su Palabra. Argüían que el problema de la Iglesia visible era que estaba dividida y que los credos y confesiones eran la causa. Los frutos de sus esfuerzos, las así llamadas ‘Iglesias de Cristo’, están entre las congregaciones más sectarias y ‘confesionales’ que se hallan en cualquier lugar.
A los que están preocupados porque las confesiones minen la autoridad de la Biblia, les decimos sin reservas que la base final de la fe y práctica cristianas es la Biblia, no nuestras confesiones de fe. Pero esto no significa que sea ilegítimo para los que están de acuerdo en sus juicios en cuanto a las doctrinas de la Biblia el expresar ese acuerdo de forma escrita y considerarse comprometidos a caminar según la misma regla de fe. Como A.A. Hodge observó: ‘La verdadera cuestión no es, como se pretende a menudo, entre la Palabra de Dios y el credo del hombre, sino entre la fe probada y comprobada del cuerpo colectivo del pueblo de Dios, y el juicio particular y la sabiduría aislada [sin ayuda externa] del que repudia los credos.’5
2. Otros arguyen contra la legitimidad de las confesiones sobre la premisa de que las confesiones de fe son inconsecuentes con la libertad de conciencia delante de Dios. Dos clases de personas arguyen de esta manera.
En primer lugar, algunos de los que dicen esto consideran toda autoridad, tanto bíblica como confesional, como perjudicial en cuanto a la libertad de sus conciencias. Habiéndose rebelado contra la norma superior de la Biblia, no es un misterio que se irriten por estar bajo la autoridad inferior de una confesión; habiendo escupido el camello, no es asombroso que se libren del mosquito con tanta facilidad. Tales personas consideran la ‘libertad de pensamiento’ y la ‘libertad de investigación’ como su derecho de primogenitura. Sin embargo, en lugar de desear ser libres para que sus conciencias sigan la Escritura (que es lo que afirman como su motivación), realmente quieren ser libres de las restricciones de la Biblia en cuanto a la formación y propagación de sus opiniones religiosas.
Shedd llamaba a tales personas ‘fanáticos latitudinarios’, quienes en realidad odian la precisión, no aman la libertad, y que desean imponer a todos su fanatismo latitudinario.6 Miller observaba: ‘Siempre que un grupo de personas comenzaba a deslizarse, con respecto a la ortodoxia, generalmente intentaban romper, si no ocultar, su caída, despotricando contra los credos y las confesiones.’7Al comienzo de sus protestas, tales personas generalmente profesan lealtad a las doctrinas de la confesión pero no al principio de las confesiones. El tiempo generalmente pone en evidencia su hipocresía. ‘Los hombres raramente se oponen a los credos hasta que los credos se oponen a ellos.’8 Con respecto a tales personas, sólo podemos decir que, tanto en cuanto sus conciencias no estén ligadas por la Palabra de Dios, una confesión de fe no les hará ningún daño, ¡excepto denunciarlos como hipócritas o herejes!
En segundo lugar, para otros, la objeción basada en una apelación a la libertad de conciencia es meramente un corolario a la objeción anterior, es decir, la preocupación por la autoridad de la Escritura. Estas personas parecen sinceramente estar procurando defender la premisa de que la conciencia ha de estar ligada únicamente por la autoridad de la Palabra de Dios. A los tales les decimos que la confesión reconoce que solamente Dios es el Señor de la conciencia: ‘Sólo Dios es el Señor de la conciencia, y la ha hecho libre de los mandamientos y doctrinas de los hombres que sean en alguna manera contrarios a su Palabra o que no estén contenidos en ésta. Así que, creer tales doctrinas u obedecer tales mandamientos por causa de la conciencia es traicionar la verdadera libertad de conciencia, y el requerir una fe implícita y una obediencia ciega y absoluta es destruir la libertad de conciencia y también la razón’ (21:2).
Los temores con respecto a la libertad de conciencia estarían justificados si se requiriera suscribir una confesión sin que quien lo hiciera pudiera examinar los artículos de fe, o si se hiciera bajo la presión del castigo civil. Pero si alguien está persuadido de que el contenido de la confesión es bíblico y lo suscribe voluntariamente, entonces una confesión de fe no hace injuria a la conciencia. Un hombre tiene libertad en cualquier momento para renunciar a la confesión de la Iglesia si no puede ya suscribirla con una buena conciencia. Y tiene la libertad de unirse a una congregación donde pueda tener comunión con una buena conciencia.
Miller arguye correctamente que negar a un grupo de cristianos el derecho a trazar una confesión de fe y el derecho a suscribirla sería negarles la verdadera libertad de conciencia: ‘Sin duda, nadie puede negar que un grupo de cristianos tengan derecho, en todo país libre, a asociarse y andar juntos según los principios que escojan acordar y que no sea inconsecuente con el orden público. Tienen derecho a acordar y declarar cómo entienden las Escrituras; qué artículos en las Escrituras concuerdan en considerar como fundamentales; y de qué manera quieren que se conduzcan su predicación y política públicas, para la edificación de sí mismos y de sus hijos. No tienen derecho, ciertamente, a decidir y a juzgar por otros, ni pueden obligar a nadie a unirse a ellos. Pero es, sin duda, su privilegio juzgar por sí mismos; acordar el plan de su propia asociación; determinar sobre qué principios recibirán a otros miembros en su fraternidad; y establecer una serie de reglas que excluyan de su grupo a aquellos con quienes no pueden andar en armonía. La cuestión no es si hacen en todos los casos un uso sabio y bíblico de este derecho a seguir los dictados de la conciencia, sino si poseen el derecho en absoluto. Son, ciertamente, responsables por el uso que hagan de la misma, y solemnemente responsables ante su Señor en el cielo; pero, sin duda, no pueden ni deben ser obligados a responder ante el hombre. Es asunto de ellos. Sus semejantes no tienen nada que ver con ello, tanto en cuanto no cometan ningún delito contra la paz pública. Decidir lo contrario sería ciertamente un atropello contra el derecho al juicio privado.’9
En principio, cualquier aberración doctrinal o moral puede introducirse en la Iglesia bajo pretexto de la libertad de conciencia. Andrew Fuller declaró: ‘Hay una gran diversidad de sentimientos en el mundo con respecto a la moralidad al igual que con respecto a la doctrina: y, si es una imposición antibíblica aceptar cualesquiera artículos, [también] debe serlo excluir a alguien por inmoralidad, o aun amonestarle por ello; pues se podría alegar que él sólo piensa por sí mismo, y actúa en consecuencia. Tampoco acaba ahí la cosa: casi toda clase de inmoralidad ha sido defendida y puede disfrazarse y, así, bajo pretexto del derecho al juicio privado, la Iglesia de Dios se volvería como la madre de las rameras: “habitación de demonios y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible.”’10
De manera similar, B.H. Carroll argüía: ‘Una iglesia con poco credo es una iglesia con poca vida. Cuantas más doctrinas divinas pueda acordar una iglesia, tanto mayor será su poder y más amplia su utilidad. Cuanto menos sean sus artículos de fe, tanto menos serán sus vínculos de unión y cohesión. El clamor moderno: “Menos credo y más libertad,” es una degeneración de los vertebrados a las medusas, y significa menos unidad y menos moralidad, y significa más herejía. La verdad definitiva no da lugar a la herejía: solamente la denuncia y la corrige. Si se deja fuera el credo, el mundo cristiano se llenará de herejía insospechada y sin corregir, pero sin embargo, mortal.’11
Sencillamente expresado, las objeciones a la legitimidad de los credos discutidas en las páginas anteriores están infundadas. Las confesiones son un medio legítimo para que la Iglesia cumpla su tarea como ‘columna y baluarte de la verdad’.