
La Confesión de Westminster de 1647 fue utilizada como la estructura básica de la Segunda Confesión de Londres, si bien con modificaciones. Algunas de estas modificaciones fueron obra de los que redactaron la confesión; otras se adoptaron a partir de la Declaración de Saboya publicada por los independientes en 1658 y de la Primera Confesión Bautista de Londres de 1644. El propósito de este método fue mostrar, siempre que fuera posible, la continuidad de la fe que existía entre los bautistas particulares y sus otros hermanos reformados en Gran Bretaña. En la actualidad, los bautistas reformados tienen en alta estima la Segunda Confesión de Londres y muchas de las iglesias continúan considerándola como su declaración oficial de fe.
El entusiasmo que muchos sienten hacia las grandes confesiones reformadas, sin embargo, no es compartido por todos. Por desgracia, vivimos en una era que no tiene en cuenta los credos o que está aun en contra de los mismos, y que está marcada por el relativismo existencial, el antiautoritarismo y el aislacionismo histórico. Muchos cristianos profesantes consideran los credos y las confesiones de fe como tradiciones humanas, preceptos de hombres, meras opiniones religiosas. Hablando acerca de su tiempo, Horatius Bonar dijo: ‘Cada nueva expresión de escepticismo, especialmente sobre temas religiosos, y por parte de hombres nominalmente “religiosos”, es saludada como otro bramido de esa tormenta que ha de enviar todos los credos al fondo del mar; se observa el flujo de la marea no por la aparición de la verdad por encima de las aguas, sino por la inmersión del dogma. Nada se objeta a cualquier libro o doctrina o credo que deje a los hombres en libertad de adorar el dios que quieran; pero a cualquier cosa que determine su relación con Dios, que infiera su responsabilidad por su fe, que implique que Dios ha anunciado autoritativamente lo que se ha de creer, se objeta con protestas en nombre de la libertad injuriada’.1
Nos preguntamos qué diría Bonar hoy. Aquellos que defienden a conciencia las grandes confesiones reformadas son considerados como anacrónicos, si no como enemigos de la fe y de la Iglesia. En algunos círculos somos censurados y evitados; y si intentamos convencer a otros de los beneficios de un cristianismo confesional y de los peligros del latitudinarismo doctrinal, se nos estigmatiza como si estuviéramos infectados de ‘credismo’ progresivo, el equivalente teológico y eclesiástico de la lepra. En semejante clima, es importante que los que amamos las confesiones reformadas tengamos ideas claras acerca de la legitimidad de las confesiones y de sus muchos usos beneficiosos.